Cuando llegó la policía, la sangre había empezado a secársele ya y el rictus de su rostro estaba empezando a resultarme desconocido, aunque, con el rigor mortis, había desaparecido también la rabia de los últimos meses.
Hacía ahora ya seis que, mientras yo dormía, había cogido mi móvil y, con la noche y mi sueño como sus aliados, había destripado todos y cada uno de los mensajes. Si un recuerdo ha de quedar en mi memoria, además del de su mirada incrédula cuando le clavé el cuchillo de la cocina, siempre será el de las dos horas que siguieron a que me despertara violentamente golpeándome en la cabeza con el puño que contenía mi móvil. Nunca había visto a un perro rabioso pero, en mi imaginación, los alaridos de mi mujer debían de ser muy parecidos a los aullidos de este animal infectado por esa terrible enfermedad.
Intenté calmarla con mezcla de miedo y culpa a partes iguales, aduciendo algo sobre los vecinos, pero de nada sirvió. Después llegaron el temporal de insultos, el llanto, los mordiscos en la almohada y ya sí, al final, un silencio inquietante que no me permitió dormir, pero que me animó a emitir frases hechas de demanda perdón, promesas de contrición y declaraciones de actualización de nuestro amor. Por toda respuesta se levantó, sacó del armario el juego de ropa interior rojo que se había comprado para la Noche Vieja y, con la tijera del estuche de manicura que guardaba en el baño, comenzó a cortar las prendas en trocitos y los trocitos en más trocitos y esos últimos trocitos en otros diminutos. Fue después de tirar al baño estos hilitos color sangre que antes habían sido sujetador, braga y liguero cuando, mirándome a los ojos con una luz especial, me dijo:
– Sí, te perdono.
Sólo esa frase antes de quedarse dormida como un bebé, aunque eso también era sólo una imaginación ya que, a pesar de llevar más de seis años intentándolo, no habíamos logrado tener el hijo que tanto había deseado mi mujer y que una vez estuvimos a punto de conseguir, aunque el embarazo se truncó cuando ya habían transcurrido los cuatro primeros meses.
A la mañana siguiente, ninguna alusión a los mensajes. Preparó el desayuno como todos los días, pero la vi como agachada, con los músculos flojos. Se sentó frente a mi con la mirada hacia dentro o hacia mi móvil al menor rumor en la calle o en la casa. Durante todo el día pareció agazapada, como esperando algo tranquilamente, avanzando por la casa muy despacio y doblando las rodillas, hasta que, llegada la noche, se encerró en el cuarto de invitados que ahora había transformado en su cuarto.
Así cada día y cada noche durante muchos días y muchas noches. Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero me resultaba imposible. Aparentemente nada pasaba y mi mujer no reprochaba, pero sus miradas de soslayo eran continuas durante todo el día, cuchicheos incesantes en las llamadas a sus amigas que cesaban de golpe en cuanto oía mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando estábamos a la mesa y miradas sombrías cuando pensaba que yo estaba distraído con otra cosa y no las descubría.
– Estoy exactamente igual que siempre; no hay nada anormal – me contestaba, mirándome con sorpresa, cada vez que yo intentaba establecer con ella una relación de palabra y mostrarle mi preocupación ante cómo la veía.
– ¿No te vendría bien volver al trabajo?
– Todavía tengo la excedencia. ¿Te acuerdas?, la pedí para ver si con la tranquilidad que me aconsejó el médico, me quedaba embarazada. Di, ¿te acuerdas o no te acuerdas?- insistió redondeando los ojos y exhibiendo un poco de saliva en la comisura de los labios, tal era la fuerza con la que emitió la pregunta.
– Claro que me acuerdo. A lo mejor, podrías ir a pasar unos días a casa de tu hermana a Madrid, siempre has dicho que te gustaba más vivir ahí, que la vida en la urbanización te agobia un poco…
– ¿Quieres estar solo? ¿Es eso? ¿Te molesto en algo? ¿No te estoy dejando escribir? – y me pareció que arqueaba la espalda emitiendo esas preguntas dentro de un alarido continuo y monocorde.
Para mayor contrariedad, transcurrieron después quince días en los que no hizo más que llover. Las tardes rápidas y tristísimas ensombrecían la casa enseguida y también parecían ensombrecer, aún más el espíritu de mi mujer. Su presencia pasó a ser una sombra que giraba dentro de la casa y que producía en mí una fúnebre angustia que me acompañaba incluso cuando me encerraba en el estudio a intentar escribir y poner al día los artículos que debía al periódico y que se me iban acumulando.
– A lo mejor podemos decirle a tu madre que venga a pasar unos días con nosotros- le dije una de esas tardes tristes, mientras tomábamos un té en la cocina.
– Y ¿para qué queremos a mi madre aquí? Nunca te ha caído bien. Siempre has dicho que está un poco loca y que las cosas que cuenta son alucinaciones. ¿Te parece que yo hablo también mucho?
– No, no hablas mucho.
– ¿Por qué nunca me dijiste a mí frases tan bonitas como las que le escribiste a ella?- dijo de pronto
Me quedé en silencio hasta pasados unos minutos en los que ella había seguido mirándome oteando mi falta de gestos.
– Sólo son palabras- dije torpemente.
Miró a la ventana como desamparada, los ojos llenos de lluvia y tristeza, pero se levantó de pronto con un grito y de un manotazo, tiró mi taza con el té y el líquido tibio cayó a partes iguales entre sus manos y las mías.
Así, con pequeñas variaciones, transcurrieron seis meses desde la noche del descubrimiento de mis mensajes de amor a otra hasta esta noche en la que me desperté con la sensación de haber oído un grito, como un aullido leve de dolor. Me dirigí hasta la puerta cerrada de la habitación en la que dormía mi mujer y pegué la oreja a la madera. Otro aullido, esta vez más fuerte, salía sin lugar a dudas de esa habitación.
Abrí muy despacio la puerta sin encender ninguna luz y no vi más que la profunda oscuridad en la que siempre le había gustado dormir a mi mujer, como una tiniebla de tumba. Apenas tuve tiempo de asomar el cuerpo, cuando sentí el mordisco que lanzó directo a mi cara, después un golpe de dientes y mi carrera urgente tapando con mis manos los dos profundos agujeros. Ella me seguía sin dejar de emitir los aullidos, ahora mucho más fuertes y yo semejaba una rata aterrorizada corriendo por la casa. Así llegué a la cocina, encendí la luz con una mano y ya con la otra estaba agarrando el cuchillo más grande de la encimera. En cuanto entró, se lo clavé en pleno pecho. Su mirada incrédula al fijar los ojos en los míos, mientras los aullidos se fueron haciendo cada vez más quedos. Después, una leve sonrisa antes de despedirse con los ojos muy abiertos.
– Son sólo palabras, pero me hubiera gustado escucharlas.
Le cerré despacio los ojos y me acurruqué con ella, largo rato, en el suelo de la cocina. La sangre a gotas de sus colmillos se fue mezclando con la sangre más abundante que brotaba de la herida mortal que le había atestado en el pecho
Después, por fin, el silencio.