¡Papá Noel ha muerto!
Escuché los gritos desde mi habitación y me asomé a la ventana. Muchos vecinos se arremolinaban en la puerta del gran almacén que podía verse desde nuestra casa, donde Papá Noel, hasta ese día, había estado saludando a los niños y tocando su campanilla. Si hubiera creído en él todavía, me habría extrañado que, en vez de sacar regalos para dárselos a los niños, extendiera su mano para recibir monedas y guardarlas en su pequeño saco. Pero ese año papá, no el Noel, sino el mío, me había dicho la verdad. Rompí la carta que había escrito y me tragué unas lágrimas impropias de un niño tan mayor.
¡Papá Noel ha muerto!- seguía gritando la gente, más fuerte que la sirenas gemelas del coche de policía y de la ambulancia.
¡Tú padre ha muerto!- gritó mi madre abriendo la puerta de la calle. Salí corriendo de mi habitación y la encontré llorando agarrada a un gorro rojo y a una barba blanca. ¡Y se han llevado el saco!- seguía aullando mi madre mientras me bajaba por la escalera.
¡Papá Noel ha muerto!- grité tan fuerte que el remolino de gente me abrió el paso.