El lápiz rojo es el que más le gustaba y por eso lo metió con mimo en el estuche, en esa mañana en la que los profesores habían anunciado que recibirían su segunda clase de primeros auxilios en el auditorio de la escuela. Soñaba con estudiar medicina y, aunque a sus once años era ya consciente de los obstáculos que tendría, otras mujeres de su país habían logrado ser ejemplo para niñas como ella. Calzó sus zapatillas, las de la hebilla floja que le hacían caminar como una bailarina y se dirigió a la escuela con sol en la mirada. En la segunda hora de clase, el lápiz rojo danzaba en el cuaderno como bailaban también sus zapatillas, golpeando con música la butaca del auditorio, también roja. De pronto, las palabras del profesor se apagaron y escuchó los gritos de sus compañeros fuera del auditorio. Después, la puerta se abrió de golpe dando paso a tres hombres armados. Sus zapatillas dejaron de bailar cuando los atacantes abrieron fuego y lanzaron las granadas. Después, sólo su lápiz rojo rodando levemente en el suelo, al lado de una de las zapatillas de la hebilla floja, totalmente quieta y teñida también de rojo.
Posdata
En el televisor se veía una zapatilla de niña ensangrentada, mientras la voz del locutor de las noticias hablaba otra vez de ese atentado, justo a la hora de la cena. Cogió el mando y logró encontrar la cadena que resumía los partidos del día. ¡5-0! . Su equipo había vuelto a darle una alegría.