Pablo las miró de reojo cuando se dirigía a la tienda de reformas. Estaban muy juntas y atadas por el mismo cordón, como hermanas siamesas de diferente tamaño. La pequeña miraba a la mayor, protegida en su manillar por la vigilancia de la otra que observaba la calle totalmente vacía. Las dos bicicletas parecían nuevas, no tanto por su diseño sino porque brillaban desde lejos y no se percibía en ellas huella alguna. Llegó al comercio casi olvidando que era el quinto lugar que visitaba ese día pidiendo trabajo. En la cabeza tenía la carta que Héctor había escrito a los Reyes Magos, escueta y, en cierto modo, también brillante por su claridad: “Queridos Reyes Magos, este año sólo os pido una cosa, una bicicleta” Muchas veces Pablo y su mujer, Adela, se habían preguntado a lo largo de ese último año si Héctor, ya con nueve años, seguía creyendo en los Reyes Magos o jugaba a la ilusión para mantener con ellos alguna esperanza en medio de la incertidumbre. En los últimos meses, la mirada de los padres se habían encontrado con los ojos muy abiertos de su hijo al decir que no se podía arreglar el timbre eléctrico al que los amigos del colegio ya no lograban arrancar ningún sonido; también el día en el que el buzón se negó a recibir más cartas. Los mismos ojos que, en las cenas, navegaban por los tres platos casi vacios que Adela intentaba completar con un exceso de besos y abrazos. Cada mañana, cuando los padres le decían adiós desde la ventana, el hijo formaba corrillo con sus amigos para encaminarse al colegio que también podía verse desde la ventana. A lo mejor entonces, cada hijo, hablaría con los otros de sus buzones rotos, de sus mochilas sin el bocadillo de la merienda o de cómo se iba cayendo, poco a poco la pintura de sus casas bajas. Las casas que en otro momento formaron un barrio humilde pero digno, alejado del bullicio de la ciudad. A lo mejor los ojos multiplicados de Héctor en los espejos que eran los ojos de sus amigos, veían junto a ellos Reyes Magos y bicicletas y su boca, espejo también de las bocas de sus compañeros, hablaban de futuro, certidumbre y esperanza.
Pablo volvió a mirar las dos bicicletas reflejadas en el cristal del escaparate en vez de leer la inscripción del negocio “Reformas para su casa al mejor precio” y siguió viéndolas a pesar de entrar al negocio en el que pidió hablar con el jefe.
– ¿Tiene usted trabajo?
– ¿Qué sabe hacer?
– Todo tipo de chapuzas. Trabajé en una empresa de construcción más de diez años. Tan pronto levantaba paredes como ponía ventanas.
– Ese es el problema. Lo que ahora necesito es gente especializada, que sepa de verdad lo que se trae entre manos. Verdaderos profesionales.
– ¿Y quién le ha dicho a usted que yo no soy un profesional? He traído mi curriculum.
– No me gusta su tono y no necesito que me enseñe ese papel.
– Discúlpeme señor, mi situación es desesperada. Tengo un hijo…
– La situación está difícil para todos. Vea usted mismo las estanterías que he añadido en esta parte del negocio. Estoy vendiendo un montón de material y herramientas que ya no tienen uso. Pero bueno…déjeme el dichoso papel. Quién sabe, a lo mejor algún día las cosas se van arreglando.
Pablo, con los ojos brillantes, entregó la hoja de papel que recogía la información de sus estudios elementales y su ya larga vida laboral. Salió de la tienda con la cabeza baja, sin responder a penas al saludo del dueño del negocio.
Al salir a la calle, la visión renovada de las dos bicicletas le hicieron recordar de nuevo aquel otro papel metido en sobre sin dirección. En él sólo se leía, como cada año, “Srs. Reyes Magos”.
Entró de nuevo a la tienda y se dirigió a las estanterías de las herramientas. Buscó las tenazas adecuadas y, con ellas en la bolsa de plástico, dio dos vueltas a la manzana para estudiar si contaría con la ayuda de la soledad de una calleinvadida por aquel frío invernal.
Fueron sólo cinco segundos para sus manos expertas; cinco segundos para separar a las siamesas y llevarse a la pequeña sin que la del manillar vuelto pudiera protegerla.
Los nervios iniciales, bicicleta en mano, dieron paso a un feliz aturdimiento con algún que otro pensamiento práctico. Las siguientes dos horas fueron para él como un sueño rosa. Olvidó la acción de las tenazas y se creyó, mientras le contaba a Adela, su figura recorriendo negocios en busca del regalo para Héctor.
– Encontré esta tienda de segunda mano con objetos casi sin usar. Y lo mejor de todo, me han cambiado la bicicleta por una chapuza que tengo que hacer en enero. Tenemos que encontrar un lugar en donde esconderla hasta el día seis.
Adela abrazó muy fuerte a Pablo mientras se identificaba de manera instantánea con esa bicicleta, más digna en el nuevo espacio, que proclamaba su valor por sí misma y no por medio de vanidosos adornos.
Los golpes en la puerta congelaron el abrazo. Pablo dirigió una mirada curiosa a todos los rincones del salón como si nunca antes hubiera visto ese cuarto.
Los dedos blancos y febriles de Pablo abrieron una puerta que llevaría la bicicleta pequeña otra vez con su hermana.Entre los lamentos incrédulos de su mujer, escuchó a uno de los policías hablar de la bicicleta robada ante las narices del mismo hombre al que había dejado su nombre y dirección escrita en un papel.
Los Reyes Magos son hombres maravillosamente sabios y, a lo mejor, permitían el privilegio, a un niño bueno, de cambiar el regalo pedido. Así que Héctor, el día cuatro de enero, echó un nuevo sobre al buzón roto. En él iba una carta brillante por su claridad: “Queridos Reyes Magos, sólo os pido un regalo: que vuelva mi padre para celebrar vuestro día con él y poner leche a los camellos”.