Con la tijera en la mano, Begoña abrió el armario y sacó la cajita de madera que contenía los rizos rubios que ella misma le había cortado. Fue el primer día en el que se amaron. Él la llamó fetichista, pero a ninguno de los dos les importó demasiado el término, como tampoco les importó la diferencia entre pelo y cabello que, hacía unos días, Begoña había leído en una revista de las que compraba su madre y que sacó a colación al cortar los rizos largos de Roberto: “Cabello corresponde al vello de la cabeza; pelo dícese del resto del vello contenido en el cuerpo”.
-Corta sólo el cabello- dijo entonces Roberto riendo pícaramente- Ni se te ocurra acercarte a los pelos.
Ella también rió. No como ahora que, muy sería, cortó los rizos del cabello de Roberto de forma simétrica hasta convertirlos en posibles pelos de cualquier parte del cuerpo de él. Al acabar, fue a la cocina y cogió el frasco grande de cristal que había lavado el día anterior para guardar legumbres en él. Lo abrió y metió dentro los diminutos trozos de vello color dorado. Después colocó el frasco en una bolsa de plástico y salió de la casa. En ese domingo, a primera hora de la tarde del trece de agosto, las calles de Madrid estaban prácticamente vacías. Begoña caminó por ellas con las gafas de sol para ocultar unos ojos inflamados por el llanto de tres días negros como los cristales de sus gafas. La imagen de Roberto, con su característica sonrisa irónica de medio lado, le dio fuerzas para continuar el trayecto hasta el Parque del Oeste, un lugar que habían recorrido juntos muchas otras veces. Llegó sin notar el cansancio de una hora bajo los rayos del sol. Se dirigió directamente hacia el rincón en el que se encontraba el banco donde Roberto la besó por primera vez. Estaba totalmente vacío, sólo aquel olmo elevado y robusto en el que marcaron las iniciales de sus nombres, con el derecho a la cursilería que da los dieciocho años.
Abrió el bote y esparció en la hierba, a modo de cenizas, los trozos de cabello/pelo rubios que ella misma había descuartizado. Después se sentó en uno de los bancos y recordó la confesión sencilla y escueta de Roberto que había reconocido, sin más, la relación con Mónica. Una relación de amor. Ella hubiera podido soportar un rollo, un polvo de Roberto, pero el enamoramiento era otra cosa.
Recordó que el cuerpo joven y los ojos verdes de Mónica le habían llamado la atención cuando se había hecho notar en una charla que Roberto dio en la Universidad de Alcalá de Henares. La típica alumna que se acerca al final al ponente con alguna pregunta para que se fije en ella. La olvidó un tiempo pero, en los últimos meses, había vuelto aquella imagen como una difusa intuición. Fue cuando el móvil de Roberto empezó a sonar en horarios no habituales y él cortaba las llamadas de manera un poco precipitada. Después de la madrugada en la que le llegó un mensaje y él, de manera infantil, argumentó que se trataba del sonido que indica el fin de la batería, ya no esperó más y se lo preguntó directamente. Ella que no se creía valiente y que siempre había estado a la sombra de aquel hombre, le miró a los ojos al realizar la pregunta típica “¿hay otra mujer?”. La respuesta no fue típica. Roberto dijo “sí, estoy enamorado de otra mujer”.
Se levantó del banco y deshizo el camino andado con un poco menos de calor. Las calles comenzaron a llenarse de familias que habían salido a disfrutar de la tarde del domingo mientras ella comenzó a fumar cigarro tras cigarro. Cada calada un recuerdo de esos veinticinco años que ahora se iban como el humo de los cigarrillos: sus diecinueve años, el encuentro con Roberto, su único novio, su único amante, la boda, el nacimiento de su hijo que ya se había ido de casa, su dedicación exclusiva a la familia…cada pensamiento una aguja.
Llegó a la casa y se metió debajo del agua de la ducha desde dónde le pareció escuchar el sonido del teléfono. Pensó que sería de nuevo Roberto en su insistencia por querer lavar algo de una especie de culpa. Durante tres días había intentado ponerse en contacto con ella a distintas horas del día. Pero ella no había cogido la llamada ni una sola vez, no iba a darle ese gusto.
Salió de la ducha y se sirvió un cubata, todavía con el albornoz puesto. De nada le habían servido los tres días semanales de gimnasia para evitar que la celulitis entrara en guerra con sus muslos.
Se había acomodado en el sofá para escuchar su música favorita para momentos melancólicos. El teléfono sonó de nuevo mientras sus lágrimas corrían por las mejillas sin sonido y sin aparente dolor. Algo estrictamente físico. Una descarga como orinar en un momento de necesidad. El teléfono siguió sonando de manera insistente por lo que se incorporó para confirmar que el número que aparecía grabado en la pantalla del aparato fuera el de su reciente exmarido.
Le sorprendió ver que se había equivocado y que tampoco era un número conocido, ni el de sus padres, ni el de su hijo David, tampoco Charo, su amiga del alma.
Lo descolgó, más por curiosidad que por otra cosa.
¿Diga?
¿Begoña Salazar?
Sí, la misma. ¿Quién es usted?
Agente de policía.
¿Qué ocurre?- se asustó Begoña.
Se trata de su marido. ¿Está usted sola?
Sí, sola. ¿Qué le ha ocurrido a mi marido?
Ha tenido un accidente de coche- escuchó.
Begoña se quedó muda.
Señora, si le parece bien, nos personaremos inmediatamente en su domicilio y le daremos los detalles.
¿Ha sido un accidente muy grave?- preguntó con un hilo de voz Begoña.
Sí…pero es preferible que hablemos con usted en persona.
¿Ha muerto? Dígame ¿ha muerto?
No podemos darle esa información por teléfono. Vamos para allá.
Begoña colgó lentamente el teléfono.
– Ha muerto, Roberto ha muerto.
Begoña se dirigió de nuevo de nuevo al sofá en el que poco antes había estado sentada y bebió un sorbo del cubata ya mediado.
Una sonrisa, también mediada, le apareció en el rostro.
El domingo siguiente, veinte de agosto, Begoña recorrió las mismas calles que transitara el trece. Llegó al Parque del Oeste con otro frasco de parecido tamaño. En él las cenizas de Roberto reposaban sin risa de medio lado. Sus gafas oscuras, esta vez, no escondían lágrimas pero sí los recuerdo de los últimos días: la llegada urgente y dolorida de su hijo que siempre había querido a su padre mucho más que a ella; el funeral repleto de familiares y amigos; el cuerpo todavía atractivo de Roberto convertido en cenizas; el frasco que contenía parte de ese cuerpo, ahora polvo gris en el armario empotrado de la habitación, junto con las camisas de colores llamativos que le habían dado a Roberto un aspecto juvenil a los cincuenta y cuatro años…Pero una imagen prevalecía sobre las demás: la de la joven morena azabache, muy delgada, alta y vestida de lila que se había atrevido a asistir al sepelio. Begoña la identificó enseguida aunque no había vuelto a ver a Mónica desde el día de la conferencia. Enfrentó sus ojos a los verdes, mucho más jóvenes. Disimuló entre las lágrimas, una sonrisa: “Ahora es mío” pensó manteniendo la mirada en Mónica.
Esparció las cenizas alrededor del olmo, su olmo, como el domingo anterior había esparcido sus cabellos transformados en pelos. Después, se abrazó al robusto tronco y buscó sus nombres grabados. Había muchos corazones rotos por flechas de amores. Le llamó la atención uno muy grande y profundo. Se quitó las gafas negras y acercó más los ojos, entonces leyó con claridad. “Roberto y Mónica, juntos para siempre”