Un rayo encendió un instante los vidrios de la ventana de su casa. La habitación, oscurecida por el mal tiempo a pesar de la hora, estaba iluminada por una lámpara y por el resplandor de la chimenea. Había decidido eliminar del salón la mayor parte de los muebles que para ella eran ya inservibles. En la pared del fondo, el armario oscuro sin llaves, entreabierto desde que lo comprara, mantenía el orden que le gustaba sin las prisas de las manos, ahora ausentes, de Nuria: sábanas en los estantes, mantas de suave lana, olor a lavanda en la ropa. El cofrecillo con su nombre- Amalia- grabado en letras doradas, se encontraba oculto tras las colchas de ganchillo, cerrando bajo su llave gemas y algunas cartas. El baúl de encino, en el rincón, guardaba cuentos envejecidos de animales y hadas, tarjetas dedicadas, juguetes de lata y tres conchas envueltas en una tela Amalia de encaje.
Escuchó en el exterior la caída de algún objeto arrojado al suelo por el fuerte viento, pero nada se movió dentro de los cuatro muros de piedra templados por las ascuas que había dejado el fuego, tampoco en el ritmo de su corazón.Uno de los muros laterales estaba ocupado totalmente por una estantería repleta de libros. En la mecedora había dejado abierto el que estaba leyendo y en el que acababa de subrayar un párrafo a pluma: “A través de nosotros vuelan los pájaros en silencio. Oh, yo no quiero crecer, miro hacia fuera y el árbol crece en mí”.
En el centro del salón sin mesa ni sillas, sólo había una alfombra redonda, de lana blanca con cuatro almohadones de suaves telas en la que pasaba momentos muy agradables.
En ese instante, un intenso rayo envió su haz de luz a ese centro. Su gato, de pocos meses, también blanco, dormía serenamente sobre la alfombra. Lo acarició suavemente y el contacto produjo en ella un leve temblor. Durante breves segundos, observó la piel de su mano, muy blanca y de surcos ya profundos. Se levantó con prontitud de la alfombra y besó a “Misi”, que agradeció la caricia con un suave ronroneo. El nombre ya se lo había puesto Nuria cuando se lo regaló antes de irse a Inglaterra. Se vistió rápidamente cubriendo el vestido oscuro con el abrigo de piel marrón y la cabeza con un gorro, también de piel, también marrón. A Nuria siempre le había dado vergüenza su gusto por todo tipo de sombreros y gorros. Ahora ya no importaba.
Salió a la calle sin olvidar el paraguas aunque, cuando tomó asiento en el taxi que esperaba en la puerta de la casa,ya había dejado de llover y el viento se había aplacado del todo.
– Me dijeron en el aviso que va a Madrid, ¿no es así señora?
– Sí- fue la escueta respuesta de Amalia.
– ¿A qué calle?- preguntó de nuevo el taxista.
– Al centro, a la Puerta del Sol.
– ¿De compras navideñas?
No se molestó en responder; no estaba dispuesta a tener que conversar durante los treinta minutos que más o menos duraría el viaje.
El taxista tuvo dificultad en encontrar un lugar para apear a la pasajera, ya que la Puerta del Sol estaba abarrotada,por lo que Amalia se vio obligada a caminar entre los cientos de personas que transitaban la calle Mayor ese veintidós de Diciembre. Las luces de los grandes almacenes centelleaban en la oscuridad dibujando motivos navideños y bailando al ritmo de los villancicos que sonaban por todas partes.
Los vendedores ambulantes, todos africanos, se habían hecho un hueco a pesar del gentío. Ordenados en dos filas, una frente a la otra, plagaban el recorrido de toda la calle, tapando incluso la entrada a los comercios. Para Amalia las caras negras resaltaron entre lo blanco de la nieve y las luces de colores. Al pasar ante ellos, le ofrecían, en un castellano pronunciado con dificultad, cinturones, discos o pañuelos colocados en las telas que conquistaban el pavimento.
A pesar de ser un lugar abierto, a Amalia le pareció percibir un olor especial, semejante al cuero; siempre tenía esa sensación cuando pasaba ante cualquier feria o mercadillo.
Apretó la mano sobre el bolso al caminar ante uno de los vendedores que le ofrecía una estatuilla, seguramente de su país. Comparó mentalmente la escultura con el propio vendedor y Amalia- fiscal de profesión- emitió su juicio: cuello de jirafa, manos huesudas extremadamente largas.
En ese momento, los ojos del africano, enormemente abiertos, bailaron desde el fondo de la calle hasta sus cosas varias veces, cada vez más rápido. Las dos filas empezaron a moverse sigilosamente, como felinos al acecho en la noche. Al ver cómo todos los vendedores se levantaban, con sus telas transformadas en bultos clandestinos, Amalia, temerosa de ser empujada por la huída, corrió a colocarse en la puerta del comercio más cercano: la zapatería dónde, casualmente, se había comprado hacía unas semanas unos zapatos de tacón alto. Escuchó lo que para ella fueron gritos de órdenes extrañas a modo de señales ya que, al momento y con fluidez, todos los vendedores comenzaron un movimiento de dispersión organizada. El de la estatuilla, en vez de correr con todos los demás, dio un salto enorme hasta la zapatería en la que la que Amalia se encontraba y, empujándola por la urgencia, se escondió detrás.
Dos policías se acercaron corriendo y él, dejando su mercancía en la puerta de la zapatería, cubierta por el cuerpo de Amalia sin que ella se diera cuenta, caminó despacio, mimetizándose con las personas que estaban allí. Cuando la policía se acercó a él, sacó las manos de los bolsillos y las levantó mostrándolas muy abiertas. Una sonrisa de medio lado dejó ver los dientes, que destacaban por lo blanco.
– No llevar nada encima- intentó aclarar el vendedor a la policía
Tuvieron que dejarlo ir. Amalia sacó del bolso un pañuelo con el que limpió el abrigo. Al levantar la cabeza, vio los ojos del vendedor al final del la calle y le parecieron dos luces blancas, mirando hacia dónde ella estaba. El hombre parecía hacerle un gesto con la mano mientras retornaba con cautela hacia dónde Amalia se encontraba. Instintivamente, ella se colocó junto a un hombre trajeado que miraba el escaparate de la zapatería aparentando no percatarse de la cercanía del vendedor negro que, mientras recogía el bulto con sus mercancías ahora al descubierto, le decía:
– Gracias- y miraba con una amplia sonrisa.
– ¿Cómo dice?- respondió la mujer extrañada aunque un poco más segura por la actitud, nada agresiva, del vendedor.
– Usted ayudar, usted tapar cosas mías, gracias.
– De nada- contestó, sin ningún interés en desmentir tal creencia.
Cuando se disponía a irse del lugar junto al hombre trajeado que abandonaba también la zapatería, el vendedor, mirando prevenido hacia todos los lados, abrió el bulto de tela y extrajo la estatuilla que antes había mostrado a la mujer.
– Un momento señora, yo regalar.
– No es necesario, gracias- dijo, iniciando de nuevo su intento de marcha.
– Usted aceptar, mi ayudar- insistió el africano.
Amalia tomó la estatuilla y se dirigió con pasos apresurados a la parada más cercana de taxis; sólo al llegar allí, giró la cabeza buscando la zapatería, cuya puerta estaba ahora desprovista de gente.
Respiró con profundidad al sentarse en el medio de transporte habitual desde que se fuera Nuria. Soltó la talla de madera en el asiento y sacó del bolso marrón las toallitas húmedas de jabón que siempre llevaba. Frotó con fuerza sus manos y también limpió la cremallera del bolso.
El taxi llegó a casa en los mismos treinta minutos. Amalia se disponía ya a abrir la puerta de la casa cuando escuchó la voz del taxista.
– Señora, se olvida algo.
– ¿Sí? – respondió esquiva.
El hombre le mostró la estatuilla por la ventana abierta del auto.
– Esto se le debió caer al suelo, pero no se ha roto.
– Gracias- dijo Amalia y cogió de nuevo la pequeña escultura.
Entró a casa y se dirigió a la cocina con prontitud para meter la estatuilla en una bolsa de plástico que ató con dos nudos fuertes, colocó la bolsa en el cubo de la basura. Después se duchó largamente.
Ya en el salón acarició el lomo de Misi que dormitaba. Lo tomó en sus brazos para sentarse con él en la mecedora. Allí continuó la lectura que, horas antes, había abandonado.