LA TONTA DE LA CLASE

Nunca había sentido curiosidad en conocer su nombre. Me bastaba el mote con el que todas las niñas la llamábamos –latón- y al que ella respondía con naturalidad, quizá sin conocer el verdadero origen de esas dos sílabas, unidas con picardía para mantener el insulto en cierta clandestinidad. El apodo venía, claro está, de la tonta.

Latón hacía honor al sobrenombre que le habíamos otorgado: sus ojos exageradamente circulares se separaban en el rostro de una manera llamativa; mantenía la boca siempre entreabierta dejando colgar el labio inferior de continuo; cada vez que salía a la pizarra tropezaba con algo a pesar de las gafas y, ante nuestras risas, ella también reía. Nunca contestaba acertadamente a las preguntas de los profesores, daba igual de qué asignatura se tratase y recibía las regañinas, castigos y suspensos sin modificación alguna en el gesto.

Ninguna la queríamos a nuestro lado ni en el pupitre, ni en el autobús de ruta, ni en el comedor y siempre quedaba la última al elegir compañeras para formar equipos en todos los juegos.

Un día, casi al final del curso, llegó una profesora de Lengua nueva para sustituir a la nuestra, enferma:

– Hoy vamos a trabajar poesías, primero os leeré yo la de un poeta que seguro conocéis, Federico García Lorca, después intentaréis escribir vosotras un poema.

– Yo tengo muchos escritos.

Todas giramos la cabeza hacia la última fila, al pupitre del rincón. Latón volvió a repetir:

– Yo tengo muchos escritos.

Repuestas de nuestra sorpresa inicial, volvieron nuestras acostumbradas risas, pero la profesora nueva, que no conocía a Latón, dijo:

– ¿Quieres leernos uno?

Ella abrió lentamente su cartera y extrajo una pequeña libreta de cuero rojo.

– Dónde nazco, no lo sé.

Tal vez en algún abismo,

en la entraña de la tierra

o en el azul infinito.

Mi música sin origen

es un lamento de vidrios.

Sus ojos brillantes se levantaron del papel cuando la nueva profesora le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– Yo soy Carmen.