El sol ilumina la campiña dorada en la tarde veraniega. Algunas higueras con sus hojas grandes y lobuladas se observan a lo lejos, limitando una explanada llena de margaritas.
En el centro de ese terreno allanado, un grupo de niñas juegan. Las dos más altas, juntan las manos y, sosteniéndolas arriba, forman un arco bajo el que pasan las otras en fila india, cogidas de la ropa. Alzando sus dispares voces, cantan: naranja y limón, dicen las campanas de San Hilarión.
Llevan vestidos de terciopelo, verdes, rojos, azules y anaranjados; todos con bordados y encajes. Tres sombreritos se sujetan con un lazo a las rubias cabelleras de las más pequeñas.
Los zapatos de charol brillan, moviéndose entre la hierba y las flores, al ritmo de la canción que se repite, hasta que la última de la fila pasa bajo los brazos de las más mayores; ambas, los bajan entonces y la atrapan diciéndole algo al oído en voz baja. Ella responde, también en voz baja y se une por la cintura a una de ellas, la del vestido naranja. Las voces retornan de nuevo envueltas en risas.
Otra niña apartada, sentada en la hierba, observa el juego. Su vestido de lino, zurcido en el talle, le cubre las piernas hasta las rodillas.
Tiene una muñeca en sus pequeños brazos a la que mece con lentitud, sin mirarla. Pero de pronto, vuelve su cabeza y besa en la mejilla con fuerza a su muñeca. Después le canta bajito: naranja y limón, dicen las campanas de San Hilarión.