Casa ausente de la primera infancia, hueco de una sombra de viejas piedras con múltiples rostros y racimo de olores, a musgo, a lluvia, a niebla.
Festejo de magdalenas recién hechas, calientes, quietas ellas en papeles blancos, traviesos los ojos de la niña tras las manos largas de su madre.
La hija apoya la frente en los vidrios y la nieve que cubre la ventana se transforma en noche. Entonces, la madre acompaña a la niña a la habitación amarillenta en la que espera la muñeca de cartón que mira con ojos muy abiertos. También la hija abre mucho los ojos para escudriñar en el rostro de su madre mientras le extiende la crema para que desaparezcan las pecas. La madre besa la frente de su hija y después sus labios se mueven con las letras de un cuento arrugado de cartón brillante. La niña observa el dibujo del conejo del cuento y se le inunda el alma de un arrullo de sonidos leves: más mamá, más mamá, más mamá.
La hija mira a hurtadillas el espejo viejo con pecas de óxido, y ve su cuerpo de cuarenta abrazado al cuento antiguo y a la muñeca.