La bala le atravesó el cráneo. Le había llevado al riachuelo con la excusa de celebrar en ese lugar, en la intimidad, su cumpleaños. “Para recordar viejos tiempos” le dijo y él aceptó sin reservas y hasta con cierto agradecimiento en la mirada. Hacía algunos meses que Adela se rompía la cabeza para dar un sentido especial a sus cincuenta años. La visión del número la espantaba de la misma forma que la flacidez de los muslos. Desde la infancia, cada tres de abril, un diez: bebita perfecta, niña ejemplar, adolescente sin problemas, estudiante sobresaliente, esposa y madre modélica. También, cuando se puso, amante diez: lujuriosa y tierna a la vez, como en un bolero. Hasta el día en que su reciente ex le habló de su próxima boda con la mujer de treinta años con la que había empezado a salir y con la que iba a tener un hijo. Ese cumpleaños, Adela fue protagonista y testigo de su primer tres de abril fuera de la ley y del primer crimen del pueblo en los últimos diez años. Crimen en el que el flamante y apuesto secretario judicial no podría abrir diligencia. Su sangre nadaba mecida por el agua.