La anciana se quedó dormida abrazada a su chihuahua en el asiento del tren de cercanías, casi vacío a esa primera hora de la tarde. El hombre, con cazadora a pesar del calor de agosto, se acomodó en el asiento de al lado y tanteó con la mirada a la perrita antes de acariciarla. Ésta aceptó la caricia, como le había enseñado su dueña, y también comió el trozo de pan que el hombre le dio. Pero, cuando él intentó meter la mano en el bolso abierto de su ama, la chihuahua lo mordió fuerte con sus dientes dobles. El hombre, tras un movimiento rápido y clandestino, huyó dibujando en el pasillo del tren un fino hilo de sangre. La anciana se despertó con los lametazos de su mascota blanca: Si no me avisas, me paso nuestra parada. Cuando la anciana se levantó, otro reguero de sangre, mucho más grande que el anterior, la acompañó hasta la salida del tren. Pero esta señal permanente y roja, nada tenía que ver con pequeños dientes, sino con arma blanca. Los ojos inmensos de la pequeña perra, cargados aún de devoción, no pudieron ver el rostro bañado en lágrimas de su ama.