Cuando el anciano escultor observó su obra, el toro de cera, ensangrentado, se había erguido un poco y sus ojos, recién abiertos, imploraban. El representante del museo de tauromaquia que había encargado la obra, miró incrédulo la pieza para fijar después sus ojos en los de aquel prestigioso escultor de noventa años. “Lo siento. No me lo puedo llevar. Le habíamos encargado un toro muerto”. El creador no dijo nada, sólo se encogió de hombros y, al quedarse solo, acompañó con la Novena Sinfonía de Beethoven su nueva convivencia con aquel toro, ahora totalmente suyo. Invadido por el carácter de la música, cerró los ojos hasta la parte del coro que siempre le emocionaba. Fue entonces cuando volvió a mirar su obra: el toro de cera, totalmente en pié, lo desafiaba con la humanidad de su mirada. El escultor se acercó y enfrentó sus ojos de niño de noventa años a los de aquel animal de cera. Las manos arrugadas quitaron, una a una, las banderillas que ornamentaban hasta ese momento aquella figura. Cuando el escultor terminó de limpiar de la cera la última gota roja de sangre, estalló, con toda potencia, la coda grandiosa de la Novena.