La noche de Noviembre en la que decidí marcharme, esperé un tiempo indefinido hasta que noté su respirar rítmico. Como si él adivinara algo, no me ayudaba con sus acostumbrados ronquidos. Esperé unos minutos más. El contacto de la piel con la sábana de franela me molestaba mucho. Los últimos rasguños estaban todavía en carne viva y dolían más que el golpe propinado en la cabeza.
Comencé a moverme lentamente hasta apoyar los pies en el suelo. Él, había cerrado la persiana, como acostumbraba, a modo de tumba. Aunque había ensayado los pasos mil veces, tuve que tantear la mesilla para orientarme mejor en dirección a la mecedora. El olor a sudor de su cuerpo, en la habitación cerrada, me provocó nauseas.
Palpé el suave edredón que escondía mi ropa. Saqué las bragas, el pantalón y la camisa. Nada de sujetador, era una complicación innecesaria. Tenía puesta la braga, cuando una sirena se escuchó cerca. El miedo recorrió mi espalda. Esperé inmóvil unos segundos.
Se dio vuelta en la cama y pareció que palpaba mi ausencia en el colchón.
Eran unos golpecitos cortos y secos. Ya me iba a tumbar de nuevo a su lado, cuando un maravilloso ronquido me salvó. Con esa música celestial, me puse deprisa el pantalón aunque el botón parecía resistirse a entrar en el ojal. Me coloqué sin trabas la camisa y el olor a colonia impregnada en la seda pareció anunciar mi éxito. No quedaba nada. El abrigo, los zapatos y el bolso me esperaban desde la tarde en el armario del pasillo de entrada. Con los brazos estirados caminé el corto recorrido de la mecedora a la puerta.
Entonces su risa golpeó mi fría espalda.