ELEADORA

Cuando por fin llegué al salón de actos del Centro Penitenciario, me pareció alcanzar la libertad. Después de tres necesarios y exhaustivos puestos de control, aquel teatro austero pero muy cuidado, me pareció una especie de paraíso. Me senté en una de las butacas de ese espacio todavía vacío y respiré tres veces hondo, como me habían enseñado en el curso Cómo perder el miedo al avión. Desde que lo había hecho, empleaba sus fórmulas conductistas no sólo en mis trayectos por el aire sino ante cualquier situación que me bloqueara el plexo solar o me produjera ansiedad; siempre había sido más afín a técnicas terapéuticas de otro estilo, como el psicoanálisis y esas cosas, pero debía quitarme el sombrero hacia los resultados que había logrado ese curso en mí. Ahora era capaz de viajar sola sin sujetar, a través de mi asiento, a todo el avión con tripulación incluida e, incluso, en el último viaje a Colombia me había levantado al baño y, lo más curioso, el avión no se había caído a pesar de abandonar durante unos minutos  mi puesto de vigilancia.

Esperaba que esas respiraciones también me sirvieran ante el nuevo grupo y la clase que iba a impartir. Llevaba más de quince años con actividades de este tipo y no sólo en España. El proyecto de Mali, por ejemplo, estaba creciendo y ya viajaba dos veces al año,  para dar clases de música en zonas muy desfavorecidas.

Siempre me había interesado esta vertiente social de mi trabajo. Seguro que mi padre, si aún viviera, se volvería a morir al ver en lo que se habían transformado su aborto de gran concertista y los estudios de conservatorios y cursos internacionales. A veces, todavía me servía su apellido y yo había perdido el pudor que tenía en un principio, cuando incluso había llegado a usar el de mi madre al presentar algún curriculum. Ahora no. Lo había resuelto después de la última terapia, Gestalt se llamaba y Mónica la terapeuta: GM como el nombre de la ONG con la que ahora colaboraba: Global Música, bueno en realidad sería Música Global, pero el orden de los factores no altera el producto.

Escuché pasos a mi espalda. Era el subdirector del Centro Penitenciario, el mismo al que había presentado el proyecto hacía ahora unos dos meses. Pedro Luís Sánchez, PLS como el nombre y los dos apellidos, aunque en este caso tampoco el orden alteraba el producto, del famoso director de orquesta que fue mi padre y con el que este profesional me había relacionado enseguida, sobre todo porque fue lo primero que me preguntó nada más llegar. Después, con suma amabilidad, me llevó a conocer todas las instalaciones, como uno enseña su casa con sus rincones. Pedro amaba su trabajo, no había duda y creía que su accionar tenía un valor, como yo también creía que la música podría hacer mejores a las personas, como mi padre creía que la fama podía evitar la muerte.

Sin embargo a él le llegó muy pronto y de aquella manera tan traumática, con un cuchillo de cocina clavado en la yugular. Cuando llamaron a casa a mamá casi le da un infarto o un derrame cerebral como cuando una idea no puede caber en la cabeza y se expande en forma de sangre. A mi madre no le cabía en la cabeza la imagen de su amado y venerado esposo muerto en su coche, con signos claros de asesinato y perdido en uno de los barrios más marginales de Bogotá, en donde estaba realizando un ciclo de conciertos; a mí no me cabía en la cabeza sentir que no sentía nada y que, incluso, rascando rascando hasta podría decirse que sentía una chispa, pequeña eso sí, pero chispa de alegría. O quizá de alivio, como un soplo de libertad, de aire fresco. Curioso que la radio de acción de la ONG para la que trabajaba fuera precisamente Colombia. Si la hubiera elegido después de la muerte de mi padre, los psicoanalistas podrían haber analizado alguna relación inconsciente o consciente incluso, pero no, yo ya llevaba colaborando con esta asociación dos años antes de  que ocurriera el asesinato de mi padre. A lo mejor sí se  podría analizar, en este caso,  que mi padre decidiera decir que sí a su agente cuando le ofrecieron estos conciertos, ya que nunca le gustaba demasiado viajar a Colombia y menos ahora que había un anuncio eminente de sequía. Otra cosa no, pero mi padre bebía agua por un tubo. No entendí yo el viaje, ni creo que tampoco mi madre, aunque jamás se hubiera atrevido a cuestionar ninguna decisión del todopoderoso artista, a pesar de que esa decisión tampoco le entrase en la cabeza.

Pedro Luís Sánchez me estaba explicando que las mujeres con los bebés llegarían de un momento a otro, que se habían retrasado porque habían ido a dar una charla profesionales de sanidad de la Comunidad de Madrid, sobre el sida,  me dijo. Le contesté que no al café y me volví a sentar en la que ya era mi butaca cuando el subdirector de prisiones se fue, para asistir a la reunión de equipo que tenía el personal del Centro todos los martes por la tarde. El día que me había enseñado la prisión y sus instalaciones también era martes y recuerdo mi mirada prendida de los cables de alta tensión del espacio tapiado, ya cuando me iba. Me pareció un anacronismo después de haber visitado la guardería, la ludoteca, el parque, el comedor, los espacios de encuentro de aquel módulo familiar dónde se había logrado cierto carácter de normalidad para que las reclusas con sus hijos menores de tres años pudieran criarlos de la manera menos traumática posible. Yo creía que la música podía participar de ello. El curso que había diseñado y que ya había realizado en Casas de Acogida y en otros encuadres de población en riesgo había dado resultados y, a través de la exploración sonora, de las canciones, de las nanas, había logrado resultados emocionantes en el contacto sensorial y emotivo de las madres con sus bebés.

Llegaron en ese momento, charlaban entre ellas y me miraban sin ningún pudor mientras yo me había levantado y me había dirigido a las dos funcionarias para que subieran a todas al escenario. Era un grupo de unas doce madres y otros tantos bebés. Me fijé en su rostro enseguida y también en el de su preciosa niña. Las dos con ojos oscuros, profundos y duros.

– Eleadora, me llamo Eleadora dijo, cuando le llegó el turno en el juego de las presentaciones.

– ¿Sabes lo que quiere decir?- Me preguntó con desparpajo y seguridad.

– No- respondí mucho más frágil. Siempre me pasaba cuando me topaba con personalidades fuertes.

– Regalo del Sol. En mi país los nombres siempre tienen un significado. Este me lo puso mi madre para que lo escuchara el que fue mi padre. Si por él hubiera sido, ni regalo del sol ni nada.

Ahí me contó que era de Colombia y yo pude relajarme hablando de mi experiencia en Mali. Quería acortar distancias con aquella mujer exuberante y bella antes de comenzar la clase, ganar alguna porción de territorio en el que ella parecía estar tan asentada. Conocía a ese tipo de mujeres en los grupos, podían hacer que el proyecto fuera un éxito o un rotundo fracaso.

– Y tu hijita ¿cómo se llama?

– Paula. Quiere decir pequeña. Paulita casi se va al otro barrio al nacer; se me adelantó casi un mes con el susto de la cárcel y la pobre no tenía fuerzas ni para empujar de lo pequeñita que era. Se quedó en la mitad. Y ahora, mira- levantó la niña muy arriba. El resto de las reclusas aplaudieron y contagiaron a sus bebés, que también aplaudían ante la mirada cariñosa de las funcionarias que se habían incorporado a la actividad sin que casi se percibiera que ejercían un control sobre ellas.

Pensé que era un buen momento para comenzar la clase. Empecé con el disco de nanas. Elegí la que más me emocionaba porque recordaba, muy remotamente, que la voz de barítono de mi padre pudiera habérmela cantado en alguna ocasión. Quizá sin mirarme, sin tocarme, reflejándose en su espejo como Narciso en el agua y con Eco alrededor, bailándole el agua.

Vi el collar cuando todas cantaban la hermosa nana y mecían a sus bebés como yo les había propuesto. Me acerqué más a ella aprovechando que cerraba los ojos para cantar a su hija desde lo más profundo, como profunda era su hermosa voz al entonar duérmete mi niña, duérmete mi amor. No había duda, se trataba de un collar de plata idéntico a aquel de mi recuero. Un collar singular que unía pétalos de rosa en vez de bolitas.

Respiré tres veces muy hondo para que el avión que era mi cuerpo no se desplomara de un vuelco.

Las reclusas me aplaudieron al terminar la actividad, ella la primera.

Pedro Luís Sánchez vino a despedirse cuando recogía los elementos de la clase. No se le había olvidado el horario exacto,  a pesar de sus múltiples ocupaciones.

Después de palabras de relleno, le pregunté lo que realmente me quemaba.

– ¿Cuál es la historia de esta mujer tan bella, Eleadora?- dije como al descuido.

– Dura, muy dura. Vino a España con su madre cuando todavía era una niña, pero no llevaban aquí ni un mes cuando su madre se quitó la vida en la misma puerta del Teatro Real. Eleadora estaba con ella muy quieta. La investigación no fue muy fructífera. Parece que la madre no estaba bien desde la muerte del padre de la niña, que creo que también había sido traumática, aunque no se sabía bien la identidad.

– ¿Cómo se suicidó? La madre de Eleadora, digo.

– Con un cuchillo de cocina, se lo clavó ella misma. Imagínate para la niña ver algo así. No levantó cabeza, problemática en las Casas de Acogida, dura al entrar en la cárcel. Pero fíjate, creo que hemos hecho un trabajo estupendo particularmente con ella. Estamos muy contentos y desde que nació la niña…ha cambiado cien por cien. Además con padre reconocido, un novio que viene a visitarla a menudo y que parece quererla un montón. ¿Te sientes bien, Natalia? Te has quedado pálida.

– ¿Pueden las reclusas llevar joyas y esas cosas? Eleadora tiene un collar que parece valioso- continué preguntando con un hilo de voz.

– Forma parte del tratamiento que está haciendo con la psicóloga del Centro. Ella nos dijo que para Eleadora es como un amuleto. Cree que le está dando buena suerte. Se lo entregó su madre antes de clavarse el cuchillo.

– ¿Sabes por qué me puso mi padre Natalia? Porque nací en Navidad. Siempre me dijo que le gustaban los nombres con significado concreto- dije sin venir a cuento.

Me despedí intentando demostrar al preocupado Subdirector que me encontraba bien y que podía conducir sin ningún tipo de problema.

Cuando entré en el coche, cerré los ojos y el recuerdo del collar de plata y pétalos de rosa en mi cuello fue más real que mis manos realizando las acciones mecanizadas de poner un coche en marcha. Mi padre conmigo en la joyería, el espejo, mi rostro contento mirándome en él con aquel collar tan especial, distinto a cualquier otra joya que yo hubiera visto antes.

Aunque papá no me explicara nada, por otra parte yo estaba acostumbrada a su silencio, estaba segura de que mamá tendría ese collar como regalo para su próximo cumpleaños.

Sin embargo, fue un paquete mucho más grande el que le entregó papá ese día y de él salió un abrigo precioso, que hizo que mi madre besara muy contenta a mi padre que cruzó una mirada conmigo.

-Me gustó más que el collar- sólo esa frase, cuando mi madre desapareció para colgar con cuidado su nuevo regalo.