Fue después de leer en el periódico el anuncio con el que concluía la entrevista al comandante Muselier, cuando entendí por qué el día que mi marido me sorprendió con el regalo de una hermosa gatita negra en nuestro tercer aniversario, me vino el nombre de Luna como un destello. El astronauta Edward Muselier , de ascendencia francesa, había sido elegido por la NASA como máximo responsable para la próxima misión espacial, después del desastre ocurrido en el proyecto October I, en el que habían fallecido todos los miembros de la tripulación, debido a un incendio en la cabina durante una prueba en la plataforma de lanzamiento de Cabo Cañaveral.
El artículo concluía con la convocatoria para elegir el gato negro que se pondría en órbita, junto con la tripulación, en el próximo viaje espacial.
A pesar de lo llamativo del propio contenido del anuncio, he de reconocer que lo que más me llamó la atención fue la cantidad ofrecida al dueño del gato seleccionado. Dada la situación desesperada de Richard en la empresa de construcción, en la que él se encargaba de poner el sistema de tuberías en las nuevas casas, esos 10.000 dólares serían nuestra salvación.
Llamé enseguida.
– El anuncio no especifica si también pueden presentarse a la prueba las gatas negras- le dije a la mujer que tan amablemente me atendía.
– Claro que sí. Tanto gatos como gatas. Indispensable que sean negros.
– Además de la documentación que indica el anuncio, ¿alguna cosa más que pueda señalarme?
– Lo que pone en la convocatoria; la cartilla de vacunación, su historial médico, alguna cualidad específica que usted considere… sólo una indicación: prevemos gran afluencia, por lo que le aconsejo que lleve al animal con correa para no cansarse con él en brazos.
– Ella- le dije
– ¿Cómo?
– Digo que mi animal es una gata, no un gato…
– Bueno…pues a su gata.
– ¿Tendrá que hacer algo especial en la misión? Algo que implique un peligro, quiero decir.
– Después del antecedente del October I, como comprenderá, la propia tripulación ha exigido un máximo de seguridad, señora. Será simplemente la mascota que el comandante ha pedido. De hecho, él mismo estará presente en la selección.
Cuando colgué, Luna vino a pedir su comida, tal y como tenía por costumbre. Esta vez, no me entretuve en acariciarla antes de llenar su plato, aunque ella ronroneaba, como siempre, a la altura de mis pies.
Para calibrar nuestras posibilidades de éxito, no me perdí ninguna entrevista a Muselier durante los tres días que restaban para la convocatoria. Su demanda había causado tal revuelo, que los periodistas se lo disputaban.
El comandante se reconocía, con toda tranquilidad, como supersticioso y señalaba que ese rasgo era intrínseco a todos los astronautas.
– Todos los espectadores habrán oído hablar de que en la NASA, cada vez que hay un despegue exitoso, se come pan con maíz y se juega al póker, ¿no?- contestaba Edward al presentador de la CBS.
– Tampoco se pondrá el número 13 en ninguna misión espacial. Y no hablemos de los cosmonautas rusos…ellos tienen que ser bendecidos antes de partir, cortarse el pelo y orinar un neumático de autobús- añadía con media sonrisa.
– Pero ¿por qué un gato negro? Han viajado perros, monos, ratones…
– Veo que no conoce la historia de Bell- cortó el comandante- la primera gata que viajó al espacio. Pero, claro eso fue el país de mis antepasados. A veces aquí, no nos llegan las noticias de Europa.
– Los gatos negros ¿no atraen a la mala suerte?- insistió el presentador, con un tono ahora un poco más quisquilloso, quizá por el cuestionamiento del astronauta a la rigurosa información de la gran cadena.
– ¡Todo lo contrario! Realmente son como un talismán positivo.
En las noticias de la noche, Luna se acurrucó en mi regazo como un ovillo. Las imágenes mostraban a la hija del piloto muerto en el incendio del October I. La niña lloraba ante la tumba de su padre, al mismo tiempo que mis lágrimas mojaban, un poco, el pelo negro de mi gata.
– Mañana te llevaré a la peluquería para que te pongan todavía más guapa- le dije, colocándola en el suelo, ante su mirada extrañada.
Llegó el día de la selección. A pesar de que acudí dos horas antes, la fila ya daba una vuelta a la manzana. A medida que pasaban los minutos, detrás de mí se colocaban otras mujeres con sus gatos negros, atisbando todos los detalles especiales que podrían hacer que su minino fuera el seleccionado. Luna había dejado de maullar hacía ya un rato, acostumbrada, tal vez, a la correa que hasta ese día nunca había llevado.
– Seguro que esa se cuela- escuché a mi vecina de al lado.
– ¿Cómo?
– ¿No ve su traje? Esa no es como nosotras – me contestó señalando sin pudor a una joven que adelantaba por la derecha a la serie uniformada.
– ¿Sabe usted cuándo nos dirán el resultado?- pregunté.
– Necesariamente, será pronto. Tenga en cuenta que hoy solo se trata de una primera clasificación en la que únicamente quedarán veinte gatos. Los seleccionados deberán pasar otro día las pruebas de ruidos, vibraciones, cámaras de vacío, centrífugas… así valorarán su predisposición al vuelo espacial.
– ¿Cómo sabe usted todo eso?- le dije al ver la seguridad con la que me informaba.
– Mi marido conoce a un amigo de una persona que trabaja en la NASA- me contestó bajando tanto la voz, que tuvo que acercarse mucho a mi oído.
Miré el reloj para disuadir a mi vecina de continuar con más datos. Después, mi vista viajo hacia el lomito de Luna que temblaba levemente. La cogí en brazos para hablarle también cerca de su oído, como cuando enfermó de aquella neumonitis.
– ¿Se encuentra bien su gato?- volvió a la carga mi compañera de fila.
– Gata…es una gata. Sí, se encuentra bien.
– Es muy importante que tengan una salud de hierro porque al gato elegido tienen que hacerle la implantación del electrodo en el cráneo.
– ¿Qué? Pero, no puede ser. ¡El anuncio no informaba nada de eso!- casi grité.
– No hace falta. Esas cosas se suponen. ¿Cree usted que los 10.Q000 dólares son un regalo?
Miré a Luna. Sus ojos empequeñecidos se midieron con los míos inyectados en sangre. Sin decir adiós a mi informadora, abandoné la fila abrazada fuertemente a mi gata, hasta colocarla en el asiento de atrás del coche. Cerré los ojos y apoyé un momento la cabeza en el volante. Escuché los ruiditos que Luna emitía al colocarse. Entonces emprendí el regreso a casa.
Aquella noche, Richard volvió con la noticia:
– Hoy me han despedido.
Le hice sentar en la mesa de la cocina. Saqué del armario el vino dulce que permanecía intacto esperando una fecha muy especial y serví dos vasos. Luna ronroneó un buen rato frotándose en mis pies.