Le clavó el tridente en el pecho con la fuerza concentrada en unas manos arrugadas prematuramente.
Esa mañana la hija, como todas desde que su madre falleció de esa maldita enfermedad que todos los vecinos llamaban simplemente “la enfermedad del pulmón del granjero”, pero que el doctor había llamado neumonitis, se había despertado temprano. El padre, con ese olor mezcla de ajo y tabaco, había separado sábanas y mantas como levantaba la paja con la horca de tres dientes que había heredado de su padre, también granjero, también enjuto, también luterano.
Como todos los domingos, el padre había peinado su escaso cabello con esa otra horca de menor tamaño, hermana siamesa de la navaja de afeitar, mientras la hija había preparado el desayuno y, después, se había arreglado sin olvidar el camafeo, regalo de una abuela a la que sólo había visto tres veces.
También como todos los domingos, juntos habían llegado a la Iglesia caminando el padre un poco más adelantado, con sus cuatro ojos escrutando a los vecinos. Los azules de la hija, duros desde hacía mucho tiempo por esconder gritos y susurros, se iluminaban un poco cuando el culto, aburrido y simple con la voz monocorde del sacerdote, pasaba a los himnos en los que unía su voz a la del resto de la congregación. En esos momentos le venían ecos lejanos de una madre a la que apenas recordaba.
Como ningún otro día, como ningún otro domingo, el hijo mayor de los Wolf había mirado a la hija de una manera extraña, como la que aparecía en el padre cuando sacaba las botellas de whisky, cerradas con llave en el armario.
Como ningún otro día, como ningún otro domingo, el padre la había sacado casi a rastras de la Iglesia, sin esperar ni el final del culto, cuando ella había sonreído al hijo mayor de los Wolf con una mueca velada y rígida.
Después, habían llegado a la casa y, esta vez, sin aguardar a la noche, el padre la había tumbado en la cama, le había levantado el vestido y la había penetrado, no con esa especie de ternura de las primeras veces en las que le explicaba que eso era normal cuando en las familia mueren las madres y no hay una tía cerca, sino con la fiereza del trueno.
Como ningún otro día, como ningún otro domingo, cuando la hija vio dormir al animal enjuto, miope y luterano, fue al granero y agarró la horca de la siega que a ella siempre le había parecido el tridente del diablo. Se dirigió a la cama.